Relato corto que contó con la colaboración de Elisa Navarro Hernández.
“Que tenga un buen viaje”, le deseó el taxista al
mismo tiempo que le extendía el recibo. Allí, plantado delante de la terminal
del aeropuerto, Diego Robles se sorprendió de los buenos modales del conductor
del taxi. La mayoría de ellos ni saludaban, ni tampoco se despedían al final
del trayecto. Por eso ya no les dejaba propina a ninguno. En los últimos
tiempos no sabía qué fenómeno era más extraño, si encontrar un taxista
agradable o tomar un vuelo que despegara puntualmente y sin retraso. Cogió su
maleta y comenzó a andar hacia la zona de facturación. Los equipajes, los
billetes, las esperas – unas veces breves, otras largas, otras interminables-,
las llamadas desde el móvil, las constantes idas y venidas desde su ciudad a
los servicios centrales de la compañía, las reuniones urgentes, el maletín prácticamente
unido a su muñeca como si de una prolongación natural de su brazo se tratara,
todo ello y mucho más eran los componentes de una liturgia que repetía desde
hacía ya cinco largos años … Una liturgia que él se veía obligado a respetar y
cumplir, pero que no compartía ni en la que creía. La dinámica laboral se había
adueñado de su persona, y Diego Robles creía haber perdido el poder sobre su
propia vida. Tenía la desagradable sensación de que parte de su persona había
sido consumida, devorada por la empresa. La misma empresa para la que llevaba
diez años trabajando sin descanso, la misma por la que él había sacrificado
gran parte de su tiempo libre, por la que había pasado veladas insomnes delante
de la pantalla del ordenador, la misma que le había originado innumerables
dolores de cabeza y una amenaza de úlcera.
Facturó su equipaje, recogió su tarjeta de embarque
y se dirigió a los controles de seguridad. Guardó los objetos susceptibles de
hacer sonar la alarma en su maletín – evitaba siempre depositar sus
pertenencias en aquellas sucias bandejas que además podían desaparecer en el
camino, y se apresuró a cruzar la barrera … al mismo tiempo que el desagradable
pitido comenzó a sonar. Otra vez el cinturón ¿Por qué los mismos objetos
pitaban unas veces y otras no? No podía evitar sentirse un poco ridículo en
esas situaciones. Se dirigió al módulo desde el que salía su vuelo, al mismo
tiempo que observaba a la gente a su alrededor: unos andaban rápido, otros iban
despacio; unos esperaban sentados; otros consumían bebidas en la barra de
alguno de los bares; algunos estaban solos, y otros acompañados; unos leían,
otros se entretenían frente a una pantalla de televisión. Diego Robles decidió
echar un vistazo a los libros de empresa, pero ninguno de los títulos le invitó
a adquirir un ejemplar. Al contrario, sólo sintió que se trataba de los mismos
rollos de siempre, la mismas formulas supuestamente mágicas que nunca
funcionaban, los mismos manuales de autoayuda con diferentes portadas, que a
saber a quién ayudaban. Se desplazó tranquilamente hacia la puerta de embarque
y como su avión, para variar, llegaba con retraso, fue a tomar una
cerveza. Al menos, los retrasos se soportaban mejor cuando el vuelo era de
regreso a casa.
Hora y media más tarde, sentado por fin junto a la
ventanilla, intentó relajarse durante el despegue del avión viendo como el
suelo se iba haciendo cada vez más pequeño… Durante unos segundos, se quedó
prendado de las luces del atardecer, y sintió que empezaba a sucumbir al
letargo, pero enseguida los acontecimientos recientes de su empresa le
arrancaron bruscamente del sopor. Había luchado mucho por ese ascenso, pero
cuando su director general le hizo la propuesta no manifestó ningún signo
de alegría, ningún entusiasmo. “Quiero nombrar a un nuevo director comercial y
he pensado en ti, Diego. Conoces el mercado y la organización perfectamente,
has trabajado siempre duro, tus resultados han sido bastante buenos y la gente
del equipo de ventas parece confiar en ti”. Le dio las gracias por la
deferencia de pensar en él y pidió el fin de semana para reflexionar. Por teléfono,
ya le había comunicado la propuesta a Ángela, su mujer, pero necesitaba
hablarlo con ella personalmente, pensar él mismo en lo que más le convenía,
y quizá pedir consejo a su hermano y a su amigo Juan… pero sobre todo
necesitaba descansar, porque desde el ofrecimiento de su director Diego se había
visto incapaz de tomar la decisión. No tenía fuerzas, no podía estudiar el tema
de forma productiva.
Se sentía agotado, y no discernía si el supuesto
ascenso le iba a beneficiar o no. Al principio, achacó sus dudas a que no
atravesaba un buen momento físico. “Me duele la cabeza de tanto pensarlo… Llevo
toda la semana dándole vueltas al asunto, pero no encuentro una respuesta que
me satisfaga. Tengo el estómago hecho polvo: dolores, nauseas, las malas
digestiones que han vuelto a aparecer” La tensión se había apoderado de sus músculos,
sentía dolor en los hombros y en las articulaciones y no podía moverse con
comodidad. “Dios, y sólo tengo 37 años… “. Diego sabía que sus achaques tenían
un origen psicológico, pero la situación realmente le desbordaba y no sabía cómo
proceder. “¿Por qué no he aceptado inmediatamente?” Llevaba los tres últimos años
luchando por esa promoción. Había relegado a su familia a un segundo plano, había
reducido considerablemente su vida social, incluso se había enfrentado con
alguno de sus colegas. “¿Qué estoy haciendo? Si no contesto rápidamente la
promoción irá directa a Luis …”
El otro candidato, Luis Gómez, era unos pocos años
más joven que él. De buena familia, se había graduado en una universidad de
prestigio y había realizado un postgrado en el extranjero. “Es bueno, sí, pero
menos esforzado que yo… es muy gris, no conecta tanto con los compañeros, no lo
veo de director … aunque él estaría encantado de serlo, cómo no…” De repente,
la voz del pasajero del asiento de su derecha le sacó de su ensimismamiento:
- Enhorabuena por su ascenso-, le dijo con un tono
que expresaba sinceridad.
Diego tardó en responder, la felicitación le había
pillado descolocado. “¿Acaso estaba pensando en voz alta?”
- Gracias, muy amable-, pudo por fin articular,
-pero no es definitivo. Debo dar una respuesta la próxima semana.
Se dio cuenta enseguida de que se trataba de un
pasajero de los que viajan siempre en primera (él había caído en primera clase
de manera fortuita). Tendría unos cincuenta y tantos años, e iba elegantemente
vestido. Del bolsillo de la camisa, que parecía recién planchada, sobresalía
una estilográfica dorada, y lucía en su muñeca un lujoso reloj de marca.
- ¿Para qué sector trabaja?-, preguntó.
Diego se encontró, de repente, relatando a un
desconocido su trayectoria profesional durante los últimos 10 años. La
conversación se había iniciado de manera fortuita, pero sin querer las ideas
empezaron a brotar espontáneamente. Diego notaba que el ritmo de sus
pensamientos era mayor que su capacidad para expresarlos, pero intentó
ordenarlos de forma coherente. Había algo en la mirada de su compañero de viaje
que le inspiraba confianza. Los sentimientos que no se había atrevido a
comentar con nadie de su entorno más cercano, eran en ese momento expuestos sin
pudor ante un perfecto desconocido: sus batallas diarias en la organización,
las zancadillas y las trampas que había tenido que esquivar, los problemas de
comunicación con sus superiores, al miedo a no estar a la altura, el temor a
equivocarse, la falta de asertividad, el cargar con demasiada responsabilidad
por ser incapaz de decir no, … La mera presencia de su interlocutor le animaba
a compartir más, se sentía estimulado y desinhibido. Se asombró de haber sido
capaz de transformar sus pensamientos en palabras, y se asustó al comprobar cuán
desesperado sonaba su discurso. “¿Realmente le interesará a mi compañero lo que
estoy contándole?”
La azafata les interrumpió cortésmente.
- ¿Quieren tomar un bocadillo?
Diego y su compañero hicieron un alto en la
conversación para tomar el snack que les habían servido. A través de la
ventanilla no se veía más que una densa oscuridad. Había anochecido pronto.
Quedaba aproximadamente media hora para tomar tierra. Mientras Diego daba a un
sorbo a su copa de vino tinto, la voz del comandante se oyó por megafonía:
debido a las malas condiciones climatológicas, no era posible aterrizar en el
aeropuerto de destino. Se veían obligados a desviarse a otro aeropuerto, pero
ningún pasajero debía preocuparse. Se produciría un retraso, pero la situación
estaba totalmente controlada y el desvío atendía al deseo de garantizar la
seguridad de los viajeros.
El mensaje tranquilizador del comandante, sin
embargo, no pudo evitar que un murmullo se elevara por toda la nave. Las
tripulantes atendieron a aquellas personas que demandaban información adicional,
y con la mejor de sus sonrisas tranquilizaban los ánimos de los más nerviosos.
Diego se giró hacia su compañero, y éste le dirigió
una mirada serena.
-Tranquilícese, le aseguro que no va a pasar nada.
Al principio, el anuncio del piloto inquietó ligeramente
a Diego. Durante los últimos años había tomado decenas y decenas de vuelos,
pero nunca se había enfrentado a ningún imprevisto. “No hay razón para
alarmarse”, se dijo. Cuando su compañero le confirmó que no había peligro le
creyó, y Diego se dio licencia para sumergirse de nuevo en sus propios
problemas.
Las azafatas comenzaron a repartir café y té, y al
cabo de un rato la conversación entre los dos compañeros de viaje se había
reanudado. Diego volvió a hablar de la importante decisión que tenía que tomar.
Su interlocutor parecía sinceramente interesado en el tema, por lo que, por una
vez, Diego se permitió hablar sobre sí mismo durante largo rato. ¡Había
escuchado tantos problemas ajenos, y nunca compartido los suyos!
- Mi mujer, Ángela, va a apoyarme en cualquier
decisión que tome. Lo que ella más valora es que yo me encuentre a gusto en mi
trabajo, que desempeñe unan actividad que me reporte satisfacciones. Me ha
preguntado si mis funciones en este nuevo cargo son las que yo de verdad quiero
realizar, … y en el fondo creo que no. Ante todo, soy un técnico de investigación
de mercados. No me gusta tener que dirigir a otros, no me gusta la gestión.
Diego recordó entonces la perspectiva que le había
dado Juan, su mejor amigo desde hacía mucho tiempo.
- Juan tiene otro punto de vista. Para él, la cosa
está muy clara: más poder, más dinero, más posibilidades. Cree que si no acepto
este ascenso se me escapará el tren. Pero él siempre ha tenido más ambición que
yo. Cuando tuvo claro que quería ser director de recursos humanos de la empresa
farmacéutica dónde trabaja, no paró hasta conseguirlo. Pero yo no soy como él.
Diego repasó mentalmente las posturas de su mujer y
de su amigo. Recordó entonces lo que le había dicho su hermano José Miguel.
- A mi hermano lo que más le preocupa es cuánto
dinero voy a ganar. Por supuesto que tendré más ingresos, pero ¿me compensará?
También tendré más gastos, y muchas más responsabilidades. ¿Podré ver más a mis
hijos, o menos? Probablemente tendré más viajes, más reuniones, pasaré más
tiempo fuera de casa. No sé … Sinceramente, si supiera si los consejos que me
dan son buenos o malos, no los necesitaría.
-Tú eres tu mejor amigo- le dijo su compañero de
fila- ¿Qué piensas tú?
Diego sentía que el nuevo puesto no le convenía,
pero también sabía que rechazarlo podía acarrearle más de un problema. ¿Se
sentiría su jefe traicionado? ¿Se vería entonces abocado a un lento y doloroso
camino hacia una humillante defenestración laboral? Su compañero pareció leer
su pensamiento.
- Para evitar disgustar a los demás terminamos
haciendo cosas que nos desagradan y no hacemos aquellas que de verdad nos
gustan.
- Lo sé. Pero he pasado tanto tiempo haciendo
cosas que no deseaba, que creo que he perdido mi capacidad para averiguar qué
es lo que realmente me apetece.
- Comienza haciendo las paces contigo mismo. Reconcíliate
con tu pasado, con tus pensamientos y con tus sentimientos. Para eso necesitas
vencer tu miedo a quedar mal con los demás.
Diego aceptó el consejo. Repasó mentalmente su
trayectoria. Había tomado decisiones cruciales atendiendo más a criterios
externos que a sus propias motivaciones personales. En el terreno profesional,
había llegado la hora de ser más honesto, más claro, más directo. Y si a sus
jefes o colaboradores no les gustaba, bueno, pues que lo echaran. Pero no, no
era así de sencillo. Había que tener en cuenta otros factores más prosaicos
pero no menos relevantes, como por ejemplo mantener a su familia.
- No sé si podría ganarme la vida fuera de esta
empresa. A veces lo he pensado, pero quizá ya sea tarde para tratar de cambiar.
- La vida te ofrece muchas posibilidades. Puedes
aceptar la oferta, puedes rechazarla y seguir en tu empresa en el puesto
actual, incluso puedes marcharte y buscar trabajo fuera, te aseguro que no te
sería difícil encontrar otra cosa. Debes cambiar tu perspectiva sobre las
cosas. Si siempre miras a través de la misma ventana, siempre verás el mismo
paisaje. Cambia tu ventana y notarás que tu mente también se abre. Imaginarás
nuevos escenarios. Si no imaginas no estás vivo.”
Esa última frase le hizo eco en lo más profundo de
su conciencia. Necesitaba meditar sobre los mensajes que su extraño acompañante
le estaba enviando. Súbitamente, la megafonía del avión le sacó de sus
pensamientos. Diego se dio cuenta de que llevaban volando más tiempo del
previsto. Según el primer aviso, iban a aterrizar en el aeropuerto más cercano,
pero la voz de la sobrecargo anunciaba una ligera variación en los planes: no
había motivo de alarma, pero se precisaba un poco más de tiempo para poder
tomar tierra con seguridad. El temporal había causado daños en las pistas de
aterrizaje, y necesitaban cierto margen para que fueran habilitadas de nuevo.
Aunque el mensaje trataba de ser tranquilizador, en la cabina se percibía una
atmósfera cargada de nervios y de tensión. Muchos pasajeros aventuraron que
quizá el combustible se agotara antes de poder aterrizar, ya que el vuelo
estaba siendo mucho más largo de lo previsto. Otros comentaban que la situación
debía de ser grave, y que los pilotos transmitían información falsa para evitar
ataques de pánico y comportamientos histéricos por parte de los viajeros. Diego
sintió una punzada de miedo. Le costaba admitirlo, pero se había asustado.
Aunque la probabilidad de morir en un accidente de avión era baja, también era
posible. Le vino a la cabeza una imagen de su familia, y sintió pánico al
pensar que alguna catástrofe podía ocurrir y que quizá nunca pudieran
encontrarse de nuevo…
Su compañero le sugirió que se tranquilizara. “No
hay de qué preocuparse, confíe en mí”.
“¡¿Y usted qué sabe?! ¡¿Es que acaso es un puñetero
vidente?!”, sintió ganas de gritarle. Pero no lo hizo. Se mordió la lengua y
miró a través del cristal, pero sólo consiguió distinguir unos minúsculos
puntos de luz a lo lejos. Para mantener su mente ocupada, intentó concentrarse
en su dilema profesional. Se dijo que podía intentar cambiar, pero temía tener
mala suerte. Las cosas le habían costado siempre tanto trabajo…
- No existe la buena suerte ni la mala suerte-, le
sorprendió diciendo su compañero de fila-, sólo existe la suerte sin más. Sólo
existe la posibilidad de aprovechar lo que de bueno te pase. La vida es como un
campo lleno de géiseres: si pisas uno de ellos, éste te eleva, te impulsa. Pero
tienes que atreverte a poner un pie encima. Si te paseas toda la vida alrededor
de ellos, nunca saldrás impulsado por el surtidor apropiado. Tu decisión
consiste en desear internarte en un campo de géiseres, al igual que tu libertad
consiste en optar por una decisión asertiva. Quizá prefieras moverte por otro
tipo de terreno. Pero recuerda que estar arriba no significa más éxito o más
dinero, sino estar de acuerdo contigo mismo y con tu entorno.
- Le aseguro que durante años me he esforzado
mucho. He conseguido una posición gracias a trabajar muy duro-. Pensó en su
compañero Luis, a quien los diplomas prestigiosos le abrieron la puerta grande
sin ninguna dificultad.- ¿Se puede decir que he triunfado?
- Tu pregunta está mal formulada. No sé si has
triunfado, dímelo tú. ¿Has conseguido realmente lo que querías? No se trata de
llegar más lejos, sino de llegar a la meta que tú querías, no al objetivo que
te marcaron los demás. Las organizaciones están llenas de esclavos que se han
visto situados en puestos que no deseaban, pero que deben conservar para
mantener las obligaciones socioeconómicas que han contraído por el camino.
Dices que has trabajado duro, pero eso ya pasó, y el pasado no existe, lo que
cuenta es el futuro. Suena injusto, pero en la empresa no se te valora por lo que
has hecho, sino por lo que puedas hacer a partir de ahora.
- Me cuesta ser tan derrotista, no puede ser todo
tan negativo.- Diego se resistía a aceptar ese planteamiento tan
descorazonador.- Debe de haber organizaciones que se preocupen por las personas.
Incluso creo que se puede ser feliz realizando un trabajo, si las
circunstancias son propicias …
- Tal y como están concebidas, en las
organizaciones no se puede ser feliz- le interrumpió de forma brusca.- El fin
de las empresas es incompatible con la felicidad humana. El único beneficio que
se busca es el económico, la preocupación por las personas es un mensaje falso
destinado a los más ingenuos. No hay ningún interés real por los recursos
humanos, a nadie le interesan las personas, ni el capital intelectual, ni el
talento. Al final todos nos convertimos en esclavos del sistema, somos los “reclusos
humanos”…
De repente, una brusca turbulencia agitó el avión
de manera brutal. Las luces se encendieron y apagaron de forma intermitente
durante unos segundos, y se oyó el chillido ahogado de alguna mujer. Diego miró
a su extraño compañero, quién no se dejó amedrentar por la violenta sacudida.
Levantó la voz y continuó con su discurso:
- Todo es un engaño, una mentira: los buenos jefes
que estudian liderazgo, las políticas estratégicas orientadas a las personas,
los costosos cambios organizativos encargados a consultores, los estudios de
clima…Todo está encaminado a conseguir que la maquinaria funcione, pero no hay preocupación real por las personas.
De repente, Diego notó una terrible punzada en la
cabeza. Estaba mareado, y las turbulencias impedían que su estómago se
estabilizara. Las azafatas insistían en que todo el mundo permaneciera sentado
con sus cinturones de seguridad. Un viajero se levantó, nervioso, alegando que
necesitaba con urgencia llegar a los aseos, pero en ese momento el avión sufrió
otra terrible sacudida y el hombre cayó al suelo después de golpearse la cabeza
con un apoyabrazos. La tensión era cada vez mayor. Las luces se apagaron. Por
la ventana, Diego observaba horrorizado los rayos de la tormenta. Era el peor
temporal de su vida, y se encontraba atravesándolo en un avión que quizá se
estrellara de un momento a otro. Sintió miedo real. Quizá su hora había
llegado. Esperaba ver desfilar ante sus ojos su vida entera en diapositivas,
como se supone que ocurre cuando se está a punto de cruzar al otro lado, pero
no ocurrió nada. Reconoció entonces, con amargura, que no había tenido el valor
de hacer lo que realmente deseaba. Conocía a otras personas que sí habían
tenido ese valor. Se le ocurrió que había dos tipos de personas: los que
aprenden a recorrer el laberinto establecido de la vida lo más rápidamente
posible, y los que crean sus propios laberintos. Los primeros son los buenos
alumnos, dóciles y acomodaticios. Los segundos son rebeldes, pero auténticos,
honestos. El había sido siempre un buen alumno.
“Si salgo de ésta me rebelaré, lo dejaré todo,
cambiaré. Disfrutaré de mi familia, de mis amigos, y dejaré de ser un esclavo.
Seré un ejecutivo asertivo…” Diego supo de pronto, con total certeza,
que no habría otra oportunidad. Un sonido ensordecedor le obligó a esconder su
cabeza en su propio regazo. Muchos pasajeros chillaron en medio de la
oscuridad. Diego percibió un halo de luz a través de la ventanilla, y
cuando se atrevió a mirar descubrió espantado que uno de los motores había
explotado y se había convertido en una gigantesca y furiosa llama. Diego sintió
que las náuseas le estaban dominando, pero pudo controlar una fuerte arcada. Cerró
los ojos, apoyó la cabeza en el asiento, y aunque hacía mucho tiempo que no
rezaba, intentó recitar mentalmente una oración. Poco a poco, los ruidos del
avión fueron disminuyendo de volumen. De manera incomprensible, se sintió cada
vez más relajado. Le invadió un tremendo cansancio, y supo que no podía
quedarse dormido. Tenía que estar consciente, pero los párpados le pesaban cada
vez más. No quiso, pero sucumbió al sueño. Y de pronto sólo sintió paz …
* *
* * *
- Despierte, señor-. Alguien lo estaba zarandeando,
educada pero firmemente.- Ya hemos llegado, señor.
Diego abrió los ojos. Una azafata le miraba
sonriente. Llevaba su pelo castaño pulcramente recogido en una cola, su
chaqueta abrochada, y el pañuelo anudado al cuello con elegancia. Diego miró
alrededor. Los últimos pasajeros abandonaban el avión con sus pertenencias.
- ¿Hemos aterrizado ya? – preguntó boquiabierto.
- Sí, señor- contestó la azafata.
Había sido un mal sueño. No había ocurrido nada, el
vuelo se había desarrollado sin problemas. Pero había sido una pesadilla tan
real … Azorado, recogió su maletín y abandonó su asiento. Aunque intuía la
respuesta, preguntó a la azafata si su compañero de viaje había abandonado
mucho antes la cabina.
- El único ocupante de esta fila de asientos en
este vuelo ha sido usted- le contestó la chica, quién tampoco podía ocultar sus
ganas de marcharse a casa a descansar.
Diego masculló una ininteligible disculpa y se
marchó.
Esa noche, en su cama, Diego se despertó varias
veces. La intensidad del sueño había sido tan fuerte que le había dejado una
extraña inquietud. ¿Se trataba de un sueño premonitorio? Quizá fuera un aviso,
una advertencia sobre la decisión que tenía que tomar. No podía borrar de su
mente al extraño personaje onírico que le aconsejaba ser libre por una vez en
su vida. El accidente de avión podría ser el símbolo de algo. En su sueño lo veía
clarísimo: tenía que pensar en él y no tanto en los demás. Tenía que tomar las
riendas de su propia vida antes de que fuera demasiado tarde. Podía reorientar
su vida, si es que era eso lo que quería. ¿Temía aceptar esa responsabilidad?
* *
* * *
Esperó un rato, y a los diez minutos la secretaria
del director general contestó la llamada interna, miró a Diego y asintió. Colgó
el auricular e indicó a Diego que ya podía pasar. Éste cruzó el umbral con
soltura y estrechó la mano de su jefe. Había pensado mucho, había reflexionado.
Pensaba que tenía las cosas claras, aunque sus esquemas se tambalearon
ligeramente al ver la cara de su jefe.
Dudó hasta el último segundo. ¿Estamos tan metidos
en nuestra vida que no podemos escapar de ella? ¿O es que no nos atrevemos a
cambiar? Hagamos lo que hagamos, ¿está nuestro futuro determinado? Nuestro
poder, ¿es limitado? Puede que la línea del tiempo ya esté trazada. Puede que sólo
seamos capaces de tomar decisiones drásticas y radicales en situaciones
extremas. El miedo es relativo. “La verdad, la situación actual tampoco es tan
mala….”.
Diego miró a su jefe con aplomo y le dijo:
- Acepto el puesto, me complace ser el nuevo
director comercial. Estaré encantado de seguir sirviendo a la empresa desde un
puesto de mayor responsabilidad.
Su jefe le estrechó de nuevo
la mano. “La esperanza es lo último que se pierde”, pensó Diego.
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