Nos estamos acostumbrando a dirigir clickeando. a emitir ordenes por escrito sin necesidad de preguntar ni esperar respuesta (¿se llama feedback?). No hace falta. Damos por hecho que no nos tienen que cuestionar, para eso somos los jefes.
Nos estamos acostumbrando a
esperar resultados inmediatos a nuestras peticiones; a pensar que el receptor
de nuestros mensajes no tiene nada que hacer, salvo estar ansiosamente atento a
su bandeja de entrada del outlook para empezar a actuar en cuanto reciba
nuestras importantes misivas.
Esta inmediatez en la gestión, a
la que ha contribuido la velocidad a la que circula la información (y su alcance), genera en nosotros una
gran confianza pues nos hace presuponer que una vez enviado el mensaje ya hemos
cumplido.
Pero esta actividad que llega a
protagonizar una gran parte de nuestra jornada laboral, tiene algunos
inconvenientes.
El más importante es seguramente
ignorar que al otro lado del cable hay personas que cuentan, que opinan y que
se cuestionan las cosas (y por ende se motivan o desmotivan). Pero esta
objeción probablemente no convenza a los superdirectivos de que dejen de seguir
moviendo su dedo índice a la velocidad de la luz.
Por eso se me ha ocurrido otra
que quizá sí les convenza: actuar así produce peores resultados. El automatismo
rápido de nuestras respuestas, aunque minimiza nuestro esfuerzo, significa errores
y ausencia de pensamiento crítico. Se actúa velozmente, pero sin reflexionar. Las
decisiones complejas requieren de tiempo para reflexionar, esfuerzo y atención.
Justo aquello de lo que carecen estos comportamientos. Para quien quiera saber
a que me refiero, le recomiendo leer al premio Nobel de economía Daniel
Kahneman (“Pensar rápido, pensar despacio”),
quien describe a la perfección estos dos sistemas. Para quien no tenga tiempo,
simplemente piense si le gustaría estar al otro lado del ciberespacio,
esperando a que usted de su siguiente click.
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